Las personas que buscamos participar en los proyectos de Dios, tenemos que dejar de confiar en nuestras propias habilidades y abandonarnos a la dirección de Dios.
Existen muchos comportamientos en nosotros, como seres humanos, que son difíciles de revertir. Cada uno de nosotros tenemos una obstinada tendencia a insistir en lo que deseamos; en buscar lo que sabemos que no nos conviene; en mantener conceptos equivocados de las personas, a pesar de que nos han dado muestras sobradas de cambio, etc.
Pero de todos los comportamientos que pueden instalarse en lo profundo de nosotros, hay uno que es mucho más difícil de revertir: la indiferencia.
La indiferencia es el estado donde manifestamos que nos ha dejado de interesar algo. Podemos manifestar indiferencia hacia una persona, un proyecto o un sueño personal. Es posible que, en otros tiempos, tuviéramos tanta pasión y compromiso que desbordaban nuestra vida y contagiaba a otros.
Con el pasar del tiempo, sin embargo, las preocupaciones de la vida, las desilusiones con las personas o la imposibilidad de ver realizados nuestros sueños, fueron apagando nuestro interés.
Con el paso del tiempo, se instaló en nuestro interior una actitud de desinterés absoluto hacia algo o alguien. Aún más, si nos propusieran la posibilidad de lograr lo que en otro tiempo tanto anhelábamos, ya no nos produce ni la más mínima reacción. Hemos llegado a las puertas de la indiferencia.
Es decir, con el pasar de los años hemos comprobado que nuestros mejores esfuerzos no producen ningún cambio, ni afectan el rumbo de las cosas. En las épocas de fervor y pasión poseíamos una convicción de que no había nada que no podíamos lograr si invertíamos todo nuestro entusiasmo y energía en eso. Pero las cosas no cambiaron, los resultados no se dieron, los sueños no se materializaron. Por último, llegamos a la conclusión de que no importa qué hagamos, todo seguirá igual. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo?
La labor evangelística, en muchos de nosotros, está en la lista de acciones por las que hay que mantenerse indiferente. La frustración prolongada, en el evangelismo, es el resultado de nuestra indiferencia.
Pero hay otras labores, personas y situa-ciones por las que podemos mantenernos indiferentes. Indiferencia hacia una persona por la que me sentí herido; indiferencia hacia aquella persona que ha caído mil veces pero ahora parece que ha cambiado; indiferencia hacia una actividad de la iglesia que nunca me satisfizo; indiferencia hacia un proyecto de diaconía que, según mi parecer, no dará resultado.
Pensando en las indiferencias hacia el ministerio que realizamos en la iglesia, ocurre que creíamos que con nuestra pasión y devoción, íbamos a llevar adelante la tarea que se nos encomendó. Al pasar las semanas, meses y años, no obstante, no obtuvimos los resultados que esperábamos. Al principio, se instaló en nosotros la desilusión y, luego, la desesperanza. Después de esto, empezamos a conducir el ministerio o servicio que realizamos en «piloto automático»; o sea que, seguimos realizando las actividades, pero hemos dejado fuera la pasión.
El comprobar que no somos nosotros los que movemos las cosas, en el reino de Dios, es una lección saludable para toda persona que quiera servir en la iglesia. Es por el accionar de Dios que se produce vida, se abren puertas, se obtienen recursos, crecemos, etc. Cuando entendemos, con convicción profunda, que «si el Señor no obra, en vano trabajan los obreros», estamos en óptimas condiciones para participar de los proyectos de Dios.
Para meditar
Eugenio Wolyniec